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Nació el 6 de mayo de 1985 en Queens, NY. Desde los seis años vive en Puerto Rico. Estudió y se graduó de la Academia Discípulos de Cristo de Bayamón. Obtuvo su grado de Bachillerato en Comunicación con especialidad en Periodismo en la Universidad del Sagrado Corazón en Santurce. Su práctica periodística fue en el periódico El Nuevo Día. Poco después laboró en el Senado de Puerto Rico como Oficial de Prensa, de dónde renunció misteriosamente. En el 2009 decidió posponer su carrera periodística para ser escritora. Actualmente es estudiante de Maestría en Creación Literaria con especialidad en Narrativa (cuento y novela) en la misma institución universitaria. En el presente realiza la tesis creativa, que consta en la creación de una obra literaria.

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martes, 3 de agosto de 2010

ARSINOE IV


Eran las ocho menos cuarto de la noche del domingo cuando Amalia se sentó frente a su computadora para comenzar a escribir. Debía entregar un ensayo argumentativo para la clase de Historia sobre alguna teoría adoptada del Incendio de la Biblioteca de Alejandría. Había tenido tres semanas para elaborar el escrito, inclusive, el profesor no reunió la clase en ese período de tiempo para que los alumnos sólo se enfocaran en el trabajo asignado. Amalia, por el contrario, se había dedicado a vacacionar con sus amigas.
Mientras disponía los programas necesarios para realizar la tarea, solamente pensaba en lo rápido que habían pasado los días. “Con suerte termino esto en menos de dos horas y me acuesto temprano”, pensaba. Después de varios segundos, cuando se notó ensimismada frente a una pantalla blanca y un cursor parpadeante y sin nada que escribir, le sorprendió el hecho de que no sabía nada del incendio de la biblioteca de aquella ciudad egipcia. “Pero qué atraso… tener que ponerme a investigar ahora.” Y abrió el programa de Internet para consultar la base de datos de Google.

Biblioteca de Alejandría
La destrucción de la Biblioteca de Alejandría es uno de los más grandes misterios de la civilización occidental. Se carece de testimonios precisos sobre sus aspectos más esenciales, y no se han encontrado las ruinas del Museo, siendo las del
Serapeo muy escasas. Puede no obstante afirmarse sin duda que la Gran Biblioteca fundada por los Ptolomeos no resultó afectada por la Guerra Alejandrina de 48 a. C., y probablemente ya había desaparecido en el momento de la invasión árabe, en que según algunas fuentes, el califa Omar ordenó la destrucción de millares de libros. Independientemente de las culpas de cristianos y musulmanes, el fin de la biblioteca debe situarse en un momento indeterminado del siglo III o del IV, quizá en 273, cuando el emperador Aureliano tomó y saqueó la ciudad, o cuando Diocleciano hizo lo propio en 297. La biblioteca-hija del Serapeo, sucesora de la Gran Biblioteca, fue expoliada, o al menos vaciada, en 391, cuando el emperador Teodosio el Grande ordenó la destrucción de los templos paganos de la ciudad de los Ptolomeos.


A Amalia le estaba empezando a preocupar que una enciclopedia virtual tan reconocida no proveyera una información más precisa o detallada del misterioso incendio. Aunque cuando se dio cuenta de que aquella página cibernética proveía un enlace para una de las teorías del incendio (a pesar de ser invalidada por la enciclopedia virtual de Wikipedia), enseguida fue a pulsarlo. Estaba decidida a leer sobre la Guerra Alejandrina de 48 a.C., encontrar en qué punto de esta historia se mencionaba la posible causa del incendio, adoptar la teoría (por más débil que fuera) y escribir el ensayo de una vez.
Ya eran las nueve menos cinco de la noche y Amalia estaba bastante desesperada. Había leído sobre Ptolomeo XII de Aulettes y sus seis hijos, entre los cuales estaban la famosísima Cleopatra y su hermano/marido Ptolomeo XIII; de las luchas entre Julio César y Pompeyo por el poder absoluto sobre Roma, de las estrategias políticas basadas en el poder de seducción que Cleopatra VII aplicó con Julio César y luego con Marco Antonio; de su hijo con César: Cesarión; de los otros tres hijos que tuvo con Marco Antonio, movida por los celos que sentía hacia su nueva esposa, Octavia; y todavía no encontraba los restos históricos de la Biblioteca de Alejandría.
A Amalia nunca le habían convencido las generosas descripciones del famoso personaje de la Reina del Nilo puesto que siempre le habían parecido excesivamente hollywoodense. No se creía mucho la belleza exuberante ni tan voluptuosa sensualidad con que se identifica tanto a la Faraona. De hecho, había recién leído que tanto la esposa de César como la de Marco Antonio eran mujeres más bellas y que el aspecto de Cleopatra VII, en cambio, era más ordinario que exótico. Leyó, incluso, que sus tres hermanas, quienes nunca gozaron de su fama, eran mujeres aun más hermosas.
“Ni que considerarse la Hija de la diosa Isis y hacerse adorar como toda una divinidad.”, pensaba burlonamente. Amalia había perdido el foco de su investigación preliminar y ahora indagaba sobre aspectos recónditos de la vida de Cleopatra VII. “Con que Cleopatra era una mujer excesivamente celosa… Ni que mandar a arrancarle el pelo de raíz a una de sus siervas cuando oyó a César alagarla respecto a su melena; ni que parirle tres hijos más a Marco Antonio. ¡Por puros celos! …quien ni siquiera tuvo piedad de su propia hermana, que no conformándose que fuera prisionera de guerra en otro país, la mandara a ejecutar desde millas de distancia. ¿Pero cómo es que una mujer tan repugnante logra perpetuar su nombre para siempre?”. Este hilo de pensamiento la dirigió a un nuevo rumbo, aún más lejos de su asignación: interesarse por aquella hermana exiliada de Cleopatra, de la cual nunca había leído ni oído hablar. “Pobrecita, apuesto a que era mucho más bonita, mejor educada y más inteligente que la Cleo y, por ser la menor, no alcanzó la misma fama.”
En este punto Amalia había olvidado por completo su asignación y se dedicaba a leer más y más sobre la hermana olvidada de Cleopatra VII: Arsinoe IV. La documentación disponible era poquísima en comparación con la de Cleopatra y le parecía a Amalia información superficial y de carácter más informal. Aunque encontró algunos escritos que parecían bastante confiables, la realidad es que eran algo cortos. Entre los resultados de la búsqueda encontró un blog llamado Acuario de la lengua. Era de una joven escritora apodada Aimée de los Ríos. En el mismo la aficionada escritora había publicado un cuento corto que llevaba el nombre de la princesa egipcia por título.



Arsinoe IV



Nadie lo hubiera imaginado, ni los oráculos que inmigraron del norte, ni siquiera los magos de la corte de Ptolomeo XII de Auletes, que varios de sus descendientes (incluyendo sus hijas) llegaran a ser enemigos de muerte. Desde su sagrada tumba, de donde todo lo vería, entre ofrendas y arena, se estremecería al presenciar que sus hijos violarían su voluntad y mancillarían el nombre de la dinastía de Lágida para siempre.
A diferencia de sus predecesores, que criaban sólo a sus hijos varones mientras que a las niñas las dejaban a merced de la instrucción de sus concubinas, Ptolomeo XII vivía para sus cuatro hijas: Berenice IV, Cleopatra VI, Cleopatra VII y Arsinoe IV, quizá para compensar el haberle negado el conocimiento de quién de todas las mujeres del palacio eran sus verdaderas madres. Al principio Ptolomeo lo quiso así para que las niñas pudieran identificarse con todas sus mujeres por igual, menos con las siervas; pero su plan un día comenzó a quebrantarse. Cierto día el copero del rey, quien fue amante de una de las madres de las niñas, quiso acercarse a quien sabía que era su hija: Cleopatra VI.
-¡Hija, hija! Tú eres mi hija y yo soy tu padre. Tu madre fue ejecutada hace un tiempo por insubordinación, pero todavía te quedo yo –le decía susurrando, mirando hacia todos lados, temeroso de que lo vieran dirigiéndole la palabra a alguna de las princesas del palacio.
- ¡Maldito sea cien veces, atrevido e impostor! ¿Cómo se atreve dirigirse a mí, cuando le es terminantemente prohibido?
- Por favor, baja la voz. ¡Es la verdad! No lo puedo callar más, aunque no cambie nada, me urge que sepa la verdad.
Su sentencia fue la muerte. Se le negó una sepultura con su nombre grabado al verdadero padre de la mayor de las Cleopatras. Su cuerpo fue incinerado; y las cenizas, echadas al río.
Aunque esa no era la primera vez que Ptolomeo se veía forzado a tomar acción para guardar el secreto de la maternidad de sus niñas. Hacía algunos años se vio forzado a vender a la madre de Cleopatra VII, la más hermosa de sus siervas y la más querida, a unos traficantes de esclavos extranjeros, después de soñar que la criada tocaba a su puerta por las noches para pedirle que la dejara estar cerca de su hija. El interpretador de sueños del rey le advirtió que esto era una señal de los dioses, que le anticipaban que “pronto la desesperación la llevaría a secuestrar a su hija y escapar muy lejos con ella.” Se atrevió a recomendarle que la acusara de traición y la encarcelara. Muy dolido y angustiado, Ptolomeo prefirió deshacerse de su amada antes de castigarla injustamente.
Sin embargo, de todas las decisiones y medidas tomadas en su vida, Ptolomeo estaba convencido de que la más imperdonable era haber abandonado a la hija bastarda de la mayor, Berenice IV, en un templo muy remoto, que dejó a la suerte de un sacerdote conocido por su fama de perverso. Ahora Berenice IV no sólo tenía a su madre muy lejos (que dejándolo todo, había huido del palacio y se había refugiado en una aldea de hebreos) sino que tampoco tendría cerca a su cría.
Para los habitantes del palacio realmente no existía tal cosa como el anonimato maternal de las niñas, pues cuando habían quedado preñadas, las mujeres habían sido acuarteladas y reaparecido a los varios meses. Quienes único no tenían ese conocimiento eran las niñas; las pobres debían conformarse con ver en todas las féminas a su “posible madre”. De todos modos, a este asunto no se le prestaba tanta atención y menos cuando, ya pasados los años, ninguna vivía allí. Ninguna, con la excepción de la madre de Arsinoe IV. Su madre era la más hermosa, tierna y dócil de las concubinas y, por tanto, la más querida del rey. Desde muy joven era la más cálida en los amores. La comodidad y la serenidad que sentía Ptolomeo cuando dormía con ella le proporcionaban más amor por ella que por las demás. Y fue la más privilegiada, hasta el día en que tuvo el atrevimiento de sugerirle que casara a Arsinoe IV con el mayor de sus varones para que reinaran juntos cuando él faltara.
-¿Cómo se te ocurre cuando sabes que Arsinoe es la menor y a quién menos le corresponde? –preguntó Ptolomeo XII, enfadado.
-¿Y a quién vas a casar con el pequeño Ptolomeo?
-Por ley le corresponde a Berenice, pero Berenice se destituyó ella sola cuando se deshonró. Cleopatra VI le cedió el trono a Cleopatra VII porque no quiere casarse con su hermano ni reinar. Prefiere dedicarse al sacerdocio, quiere rendir su vida al servicio de la diosa gata Bastet.
-Pero no se trata de la voluntad de ninguno de sus hijos sino de la suya, mi señor.
-¡Por mis hijas yo doy la vida! –recalcó encolerizado-. Además, La diosa gata Bastet es la madre de mis ancestros y es un privilegio que la carne de mi carne le devuelva sus favores -afirmaba Ptolomeo, ignorando que Cleopatra VI realmente no era hija suya-. Y su voluntad es mi voluntad. Por tanto, Cleopatra VII será la Reina de Egipto con Ptolomeo XIII.
-Pero piensa en la diferencia de edad entre ellos, ella es mucho mayor que él. ¿No crees que llegarían a ser buenos esposos Arsinoe y él?
-Arsinoe es la menor, pero por mis ancestros, divinos dioses, que ella tendrá lo suyo también. Puede gobernar una de las ciudades algún día.
-¡Pero Cleopatra VII es una hija de sierva! –se atrevió a gritarle-. ¡Es hija de una esclava!
Ptolomeo le proporcionó una paliza a la mujer y la dejó tirada sobre un mueble de mimbre, sollozando temblorosa.
-¿Cómo sabes eso? –le preguntó; y al no recibir respuesta, se marchó.
A partir de ese día Ptolomeo sólo desconfió de ella, tanto así que más nunca volvió a requerirla.
Al poco tiempo la mujer se enfermó por causa del contagio de una plaga y quiso decirle a su hija la verdad con un mensajero del rey. No conformándose con eso, también le mandó a decir que luchase por el trono por razón de ser la más digna de entre todas las hermanas, y que no permitiera que reinara Cleopatra VII, quien tan sólo es hija una sierva.
-De seguro la señora está delirando por causa de la fiebre porque, aunque fuera cierto lo que dice y fuese mi madre, dice incoherencias puesto que el trono le corresponde a Berenice o a Cleopatra VI.
Arsinoe no volvió a saber nada de aquella mujer, pero por el resto de sus días deseo verse a sí misma en sus ojos para confirmar si en efecto era su progenitora. Vivía arrepentida de no haberle pedido a aquel mensajero que la llevara hasta donde ella, ahora ni siquiera se acordaba de la cara del joven que le había dado el recado. Recibir aquel mensaje ciertamente representó el fin de una bonita era, la muerte de una princesa feliz, pero marcó el principio de una guerrera, de una revolucionaria legendaria, la más fervorosa rival de la dictadura de Cleopatra VII y de sus amantes extranjeros.



Amalia luchaba contra el sueño porque la historia le era muy fascinante, pero tuvo que cerrar los ojos por un momento porque la vista le comenzaba a fallar. Cuando los volvió a abrir se asustó por no saber en dónde se encontraba ahora. Sólo podía divisar en medio de penumbras cuatro paredes y una puerta de piedra. Palpó el suelo y notó que era de arena, nunca había estado tendida en un suelo arenoso. Entonces supo que estaba sola en un calabozo, en algún sitio lejos de su hogar, porque las prisiones de su palacio normalmente estaban iluminadas por grandes antorchas que revelaban dibujos e insignias y ésta no sólo estaba despoblada sino a oscuras.
Después de muchas horas dNegritae oscuridad, miedo y hambre un hombre con uniforme de soldado romano abrió la puerta, la tomó del brazo con cuidado y se la llevó como prisionera. “¿A dónde me lleva?, señor.”, le preguntó, pero el soldado hablaba en otra lengua que no lograba interpretar.
Amalia desconocía que la llevaban al matadero, donde ejecutaban a prisioneros de guerra, traidores y criminales frente a la Plaza del Mercado. Ya no lucía como una adolescente, sino que aún en aquel estado, iluminaba a la multitud con una belleza completa y perfectamente desarrollada.
Amalia no estaba enterada de que ella era Arsinoe IV. Ignoraba el haberse confabulado con los Asesores de la Reina Cleopatra, haber protagonizado un golpe de estado y logrado destituirla. No recordaba haber reinado por unas semanas. No recordaba que tuvo que exiliarse en Alejandría para evitar que Cleopatra la asesinara, como mismo asesinó a su hermano Ptolomeo XIII cuando regresó más fuerte y acompañada de extranjeros del norte de mucho poder. Sólo sabía que era una prisionera de guerra, porque pudo reconocer entre los cautivos personas que hablaban su lengua. Era la próxima en ser ejecutada, estaba temblorosa pero mantenía su aire de princesa y guerrera. Miraba hacia todos lados y en su mente se despedía de este mundo. El choque del filo sobre su cuello despertó a Amalia bruscamente y enseguida se dio cuenta de que se había quedado dormida frente a su computadora cuando leía el cuento de Arsinoe IV. Inmediatamente cerró la ventanilla y vio que aún tenía un cursor parpadeante y una pantalla en blanco frente a sí. Notó la luz del día, y al fijarse en el reloj vio que era la hora de la clase. Entonces, sólo deseó haber sido ejecutada.

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