Karen siempre me llama a mí cuando sale de su negocio predilecto, abastecida de vino tinto y el maquillaje corrido, siempre marca mi número para avisarme que se allega hasta mi departamento. “Que le abra…”, por supuesto que nunca le daría una copia de mi llave. La diferencia raya en que esta vez yo no estaba en mi departamento, sino en la casa de mi novia, y por razones obvias no andaba con mi teléfono celular.
Pues yo, honestamente, no escuché las llamadas. Yo dormía desde la tarde; llegué a casa después de tomar mi examen de reválida y me desmoroné cansadísima sobre la cama. Si hubiese sido en alguna otra ocasión, lo juro por Dios, hubiese contestado al menos una de esas nueve llamadas.
¡Claro que me sobresalté en gran manera!, si las doce en punto es para ella la hora pico del libre andar, la hora en que por más que insistas no te va a contestar el teléfono porque está llevándose a la boca el mentón de la oreja de algún parejo de baile. Bendito, como me acuerdo, de todas esas madrugadas que me llamaba para contarme sus fechorías. “Es como un vicio, algo que te domina, se convierte en una necesidad, en una fuerza difícil de vencer…”, (semi) reflexionaba ella con emotividad. ¡Por supuesto que la aconsejé, y muchas veces! “Karen, tu bien sabes que la infidelidad femenina es un crimen, una ofensa mayor, un delito grave todavía en estos días.”, le advertía yo. “No lo puedes ver así, desde esa perspectiva. Esto es un hobby. Me apasiona lo que hago. A ti te gusta fotografiar y luego retocar las fotos en Photoshop, pues a mí me gusta seducir jovencitos y escribir historias sobre eso. Una aficionada nada más. ¿Sabes? Me acabo de leer un libro, se titula Cinco minutos para ser infiel, es de un hombre. Y si él puede publicar un libro de cuentos así, todavía hay esperanza de que alguna casa editora me publique la Antología.”, se justificaba Karen. “Lo que te estás buscando es una tragedia por partida doble.”, le advertía yo.
¡Claro que me sobresalté en gran manera!, si las doce en punto es para ella la hora pico del libre andar, la hora en que por más que insistas no te va a contestar el teléfono porque está llevándose a la boca el mentón de la oreja de algún parejo de baile. Bendito, como me acuerdo, de todas esas madrugadas que me llamaba para contarme sus fechorías. “Es como un vicio, algo que te domina, se convierte en una necesidad, en una fuerza difícil de vencer…”, (semi) reflexionaba ella con emotividad. ¡Por supuesto que la aconsejé, y muchas veces! “Karen, tu bien sabes que la infidelidad femenina es un crimen, una ofensa mayor, un delito grave todavía en estos días.”, le advertía yo. “No lo puedes ver así, desde esa perspectiva. Esto es un hobby. Me apasiona lo que hago. A ti te gusta fotografiar y luego retocar las fotos en Photoshop, pues a mí me gusta seducir jovencitos y escribir historias sobre eso. Una aficionada nada más. ¿Sabes? Me acabo de leer un libro, se titula Cinco minutos para ser infiel, es de un hombre. Y si él puede publicar un libro de cuentos así, todavía hay esperanza de que alguna casa editora me publique la Antología.”, se justificaba Karen. “Lo que te estás buscando es una tragedia por partida doble.”, le advertía yo.
Está en lo correcto, tengo dieciocho años. Sí, ella era mi profesora de Pre cálculo, pero no nos conocimos en esa circunstancia. Nos encontramos un día -de casualidad- en una barra, y, pues, comenzamos a hablar. Le confieso que ella parecía una estudiante más el primer día de clase. Fue gracioso cuando dijo “buenos días” porque los jóvenes no nos damos los buenos días –de hecho, nadie le contestó-. Llevaba unos jeans holgados y un turtleneck, una gran correa y unas botas de suede. Pero en aquella barra andaba con una blusa que utilizaba de trajecillo con la misma correa y las mismas botas sin elevación. Eso me gustaba mucho porque se seguía viendo petite aún con zapatos. Simplemente hablábamos todos los viernes en aquella barra, hasta que llegó el día en que bebimos de más. Entonces, reímos, bailamos, fumamos, guiamos, pagamos, entramos, nos acostamos, nos bañamos, volvimos, y el lunes próximo: “Buenos días”.
Seguro que sí, ella siempre tuvo claro que yo tenía novia. Incluso, todo iba de lo mejor hasta el día en que le dije “te amo”. No quise decirlo con esa connotación, era mi cumpleaños número veintiuno y estaba un poco entonadito. Por error, ella interpretó que lo dejaría todo por ella. No quise ser tan tonto, es que, todos sentimos decir eso o algo parecido después de eyacular. Inmediatamente empezaron los problemas. Comenzó a llamarme al teléfono celular, a dejar objetos suyos en mi departamento, a pedirme una copia de la llave, a pasar todas las noches para buscar sus “objetos olvidados”, a pedirme que la dejara pasar la noche conmigo. Cometí mi segundo error cuando, después de tres intentos fallidos de Karen por entrar como amiga a mi página de socialización cibernética (prefiero la formalidad antes de estar anunciándole a cualquiera la red a la que pertenezco), terminé aceptándola. Como un perro que va por la calle, orinando y marcando territorio, Karen me dejaba decenas de mensajitos diarios –públicos, todos-, posteaba comentarios en todas mis fotos y le contestaba a todo aquel que comentaba después. En este punto Karen comenzó, no sólo a asustarme, sino a causarme serios problemas. Tantos, que mi novia quiso matarla.
a) No se ha acostado contigo,
b) Se ha acostado contigo ya,
c) Están en una relación formal y estable o
d) Están en un affaire.”.
“Es diferente esta vez… sucede que estamos locamente enamorados, que pasó de repente, luego de meses de sólo sexo.” “¿Y tu marido?” “De lo más bien, en el entrenamiento trimestral. Go Army!”. “Un día de estos él te va a matar.”
No se crea, yo envidiaba la vida que se daba Karen. A veces hasta le pedía más detalles. “Chica, no me hagas hablar, que la lengua no me responde. Te llamé para que tú me entretuvieras, que me duermo, me duermo.” “¡No! Pues voy a optar por decirte lo que me imagino que pasó.
1) Lo hiciste pensar que fue idea de él, que él te estaba presionando a ti.
2) Pagaste tú, porque no eres tan malvada.
3) El pobre no se atrevía a mirar los espejos.
4) Lo tenía GRANDE, a pesar de su aspecto juvenil. Y por alguna extraña razón y probablemente como la mayoría de los jóvenes, termina con un profiláctico y toma otro nuevo sin sufrir agotamiento y sin desmotivarse.”
Karen me respondía a carcajadas: “Mentiras, Petarda”.
Con el tiempo me fui dando cuenta de que para Karen yo sólo era un juego para apostar. Me daba notas mediocres a pesar de que éramos amantes. Me ignoraba por completo en la cafetería del Centro de Estudiantes de la universidad. Se molestaba muchísimo cuando yo insistía en cargarle los paquetes hasta el carro. Sin embargo, después miraba hacia todos lados, me mandaba a entrar, me daba pon hasta mi casa y se despedía de mí con un beso apasionado (que traducido al español, debía decir: te deseo ahora mismo o dame lo mío ahora). Al poco tiempo me confesó que tenía su esposo y alguno que otro amante más. Mi indignación fue tal que quise terminar con ella, pero no pude porque su indiferencia era muy persuasiva. Me decepcionó tanto y me causó tanta ira que cambiara su número de teléfono y pretendiera comenzar a actuar como si nada hubiese pasado, que sentí pedirle el arma a mi mejor amigo para amenazarla cuando estuviera con algún otro cabrón el próximo viernes en nuestra barra. Así ella se convencería que éste no es ningún nene, sino un hombre de verdad.
Las llamadas de Karen fueron menguando a medida que internalizaba que el hombre no quería saber de ella. Digamos que yo la ayudé un poco con mi cinismo (o maldad, quizás). “Karen:
a)Si un hombre te trata como mierda, es porque ésa es la percepción que tiene de ti.
b)Si un hombre entra en una relación clandestina contigo pese a que tiene novia y luego termina contigo por salvar su relación formal, es porque a quien quiere es a su novia y no a ti.
c) Y si no te ha vuelto a llamar en los pasados días, significa que nunca lo hará.”
“¡Uf! Como me duele la verdad… pero te lo agradezco, creo.”, me decía ella inhalando profundo y exhalando paulatinamente. “Además, no te imaginas las ganas que tengo de matarte. Un hombre tan bello, tan guapo, tan apuesto, tan intelectual, tan varonil, tan sensual, tan… como tu marido, y tú te empeñas en ser una ingrata. Ganas no me faltan de contarle todo un día de estos para que te endereces. Aunque solita (sin mi intervención) puede que caigas si no te sujetas pronto. Hermana, no hay nada oculto debajo de la tierra que un día no salga a la luz.”, le advertía yo con apatía (ya que me drenaba yo misma con esos consejos clichosos).
Esa noche, cuando le contesté la llamada, Karen gritaba con desesperación. Tanto que apenas podía entenderla. “¡¿Dónde estás, qué demontre te pasa?!”, le exclamaba preocupada. “¡Por fin, alguien contesta, coño! ¡Estoy guiando a 80 millas! ¡Te juro que me persiguen!”, lloraba Karen. “¡¿Quién, quién te persigue?!” “¡No sé, un carro negro con cristales ahumado! ¡Ayúdame!” “Pero, ¿no reconoces el auto?” “¡No, ayúdame! ¿Qué hago?” “Karen, cógelo con calma. Reduce la velocidad, para empezar. Esto es lo que vas a hacer: Llega cuanto antes al cuartel de la Policía más cercano.” “¿Cómo? ¡Ni siquiera sé dónde hay un cuartel!” “Pero no te bajes ni vayas a hacer una querella. Tan pronto veas que él lo sigue de largo, inmediatamente sal, pero dirígete a mi casa. Te voy a estar esperando con el portón de la marquesina abierto para que entres cuanto antes.” Cuando llegó a mi casa, tenía el pelo mojado de tanto que sudaba. Lloraba, le fallaba la respiración. “Karen, no es para tanto. A lo mejor ni siquiera te perseguía. Puede que hasta por pura casualidad se haya estado dirigiendo casi al mismo lugar que tú”. “No me equivoco, me perseguía, me estaba persiguiendo.”, decía temblando, sentada sobre el sofá.
La insté a darse un baño para relajarse, mientras yo le preparaba una sopa. Le presté un pijama. Me pidió un chocolate caliente y con gusto se lo hice también. Veíamos una película, pero al poco tiempo noté que se había quedado dormida. Así que comencé a hablarle al sub consciente de mi amiga (si es que esas teorías son ciertas). “Amiguita linda, eso que te perseguía no era nadie más que la conciencia. Si amiga querida, eso existe, se llama remordimiento. ¡Qué cosa, como te tiene tu propia mente! ¿Paranoia? No, ni tanto, mi cielo, tú no estás tan loca. Ay, amiguita. ¿Desde cuándo somos amigas? Y nunca te he había socorrido de una mala situación como lo hice hoy. Lo hice porque soy tu amiga, tu mejor amiga. ¿Sabes? Nunca te diría lo que estoy a punto de decirte ahora si no es porque estuvieras dormida. Karen, me temo que: 1) Jamás se te irá esa sensación de que te persiguen porque estás predispuesta a creer que te van a sorprender. 2) Algún día, en efecto, te sorprenderán o te saldrá muy mal alguna de tus jugadas. Por eso temo por tu vida, porque creo que morirás comoquiera. 3) Y tres, y tres, y tres… Nunca te van a publicar la Antología, nunca vas a ser una escritora reconocida, a menos que yo haga esto, y mueras.”
Karen abrió los ojos, como si me viniera escuchando desde hace mucho. Trató de zafarse de mí, pero yo estaba determinada a no dejarla ir. No sé cómo, pero de un brincó me salí del sofá sin dejarla caer a ella. Entonces me precipité hacia ella con euforia y adrenalina. La sostuve por el cuello, lo presioné, lo apreté, lo trituré, la empujaba hacia los cojines, puse el peso de mi cuerpo sobre su cuello. Ella pataleteaba, tiraba puños al aire, me trataba de empujar, decía que no con la cabeza, abría los ojos como tiburón enfurecido. Se ponía roja, lila, gris, amarilla, blanca… Le faltaba el aire, perdía resistencia y coraje. Se arruinó su expresión. Y entonces le prometí por la amistad que nos une: “Ahora sí serás una escritora famosa. Pero, ¡que tonta soy! No se me ocurrió preguntarte antes: ¿Dónde guardas tus escritos?