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Nació el 6 de mayo de 1985 en Queens, NY. Desde los seis años vive en Puerto Rico. Estudió y se graduó de la Academia Discípulos de Cristo de Bayamón. Obtuvo su grado de Bachillerato en Comunicación con especialidad en Periodismo en la Universidad del Sagrado Corazón en Santurce. Su práctica periodística fue en el periódico El Nuevo Día. Poco después laboró en el Senado de Puerto Rico como Oficial de Prensa, de dónde renunció misteriosamente. En el 2009 decidió posponer su carrera periodística para ser escritora. Actualmente es estudiante de Maestría en Creación Literaria con especialidad en Narrativa (cuento y novela) en la misma institución universitaria. En el presente realiza la tesis creativa, que consta en la creación de una obra literaria.

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jueves, 19 de mayo de 2011

Angulos oblicuos (Cuatro narradores, una historia)

Para que Karen me llamara a esa hora tenía que ser porque algo andaba muy mal. Yo sabía que era grave porque esta vez no me telefoneaba entre madrugada y amanecer, cuando esta guiando ebria hasta su casa y por no dormirse me trata de conseguir, sino que me llamaba justo a la media noche.





Yo me había propuesto dejar de contestarle las llamadas a Karen hacía unos días, por eso no había llegado desbocado al aparato de primera instancia sino que dejé que sonara y sonara más antes de que le devolviera la llamada a los pocos minutos… pero no me contestó entonces.
Karen siempre me llama a mí cuando sale de su negocio predilecto, abastecida de vino tinto y el maquillaje corrido, siempre marca mi número para avisarme que se allega hasta mi departamento. “Que le abra…”, por supuesto que nunca le daría una copia de mi llave. La diferencia raya en que esta vez yo no estaba en mi departamento, sino en la casa de mi novia, y por razones obvias no andaba con mi teléfono celular.





Pues yo, honestamente, no escuché las llamadas. Yo dormía desde la tarde; llegué a casa después de tomar mi examen de reválida y me desmoroné cansadísima sobre la cama. Si hubiese sido en alguna otra ocasión, lo juro por Dios, hubiese contestado al menos una de esas nueve llamadas.
¡Claro que me sobresalté en gran manera!, si las doce en punto es para ella la hora pico del libre andar, la hora en que por más que insistas no te va a contestar el teléfono porque está llevándose a la boca el mentón de la oreja de algún parejo de baile. Bendito, como me acuerdo, de todas esas madrugadas que me llamaba para contarme sus fechorías. “Es como un vicio, algo que te domina, se convierte en una necesidad, en una fuerza difícil de vencer…”, (semi) reflexionaba ella con emotividad. ¡Por supuesto que la aconsejé, y muchas veces! “Karen, tu bien sabes que la infidelidad femenina es un crimen, una ofensa mayor, un delito grave todavía en estos días.”, le advertía yo. “No lo puedes ver así, desde esa perspectiva. Esto es un hobby. Me apasiona lo que hago. A ti te gusta fotografiar y luego retocar las fotos en Photoshop, pues a mí me gusta seducir jovencitos y escribir historias sobre eso. Una aficionada nada más. ¿Sabes? Me acabo de leer un libro, se titula Cinco minutos para ser infiel, es de un hombre. Y si él puede publicar un libro de cuentos así, todavía hay esperanza de que alguna casa editora me publique la Antología.”, se justificaba Karen. “Lo que te estás buscando es una tragedia por partida doble.”, le advertía yo.






Está en lo correcto, tengo dieciocho años. Sí, ella era mi profesora de Pre cálculo, pero no nos conocimos en esa circunstancia. Nos encontramos un día -de casualidad- en una barra, y, pues, comenzamos a hablar. Le confieso que ella parecía una estudiante más el primer día de clase. Fue gracioso cuando dijo “buenos días” porque los jóvenes no nos damos los buenos días –de hecho, nadie le contestó-. Llevaba unos jeans holgados y un turtleneck, una gran correa y unas botas de suede. Pero en aquella barra andaba con una blusa que utilizaba de trajecillo con la misma correa y las mismas botas sin elevación. Eso me gustaba mucho porque se seguía viendo petite aún con zapatos. Simplemente hablábamos todos los viernes en aquella barra, hasta que llegó el día en que bebimos de más. Entonces, reímos, bailamos, fumamos, guiamos, pagamos, entramos, nos acostamos, nos bañamos, volvimos, y el lunes próximo: “Buenos días”.






Seguro que sí, ella siempre tuvo claro que yo tenía novia. Incluso, todo iba de lo mejor hasta el día en que le dije “te amo”. No quise decirlo con esa connotación, era mi cumpleaños número veintiuno y estaba un poco entonadito. Por error, ella interpretó que lo dejaría todo por ella. No quise ser tan tonto, es que, todos sentimos decir eso o algo parecido después de eyacular. Inmediatamente empezaron los problemas. Comenzó a llamarme al teléfono celular, a dejar objetos suyos en mi departamento, a pedirme una copia de la llave, a pasar todas las noches para buscar sus “objetos olvidados”, a pedirme que la dejara pasar la noche conmigo. Cometí mi segundo error cuando, después de tres intentos fallidos de Karen por entrar como amiga a mi página de socialización cibernética (prefiero la formalidad antes de estar anunciándole a cualquiera la red a la que pertenezco), terminé aceptándola. Como un perro que va por la calle, orinando y marcando territorio, Karen me dejaba decenas de mensajitos diarios –públicos, todos-, posteaba comentarios en todas mis fotos y le contestaba a todo aquel que comentaba después. En este punto Karen comenzó, no sólo a asustarme, sino a causarme serios problemas. Tantos, que mi novia quiso matarla.






Karen me interrumpía los estudios de reválida cada vez; llamaba todas las noches para hablarme de él. Este era el ángulo de mi hermana que yo nunca logré comprender. Una mujer profesional, tan brillante, tan independiente, y que se haya dejado enloquecer por un simple “te amo”, proviniendo de un hombre tan mediocre, hasta menor que ella. No es por nada, pero yo siempre he dicho que es mejor estar sola (y no se precipite, que no lo pensaba terminar como usted piensa), que hacer el rol de la puta-tonta. A pesar de mis estudios, siempre me dedicaba a escucharle las pamplinas y, dentro de todo, educarla un poco. “Nunca le creas nada a un hombre si
a) No se ha acostado contigo,
b) Se ha acostado contigo ya,
c) Están en una relación formal y estable o
d) Están en un affaire.”.
“Es diferente esta vez… sucede que estamos locamente enamorados, que pasó de repente, luego de meses de sólo sexo.” “¿Y tu marido?” “De lo más bien, en el entrenamiento trimestral. Go Army!”. “Un día de estos él te va a matar.”
No se crea, yo envidiaba la vida que se daba Karen. A veces hasta le pedía más detalles. “Chica, no me hagas hablar, que la lengua no me responde. Te llamé para que tú me entretuvieras, que me duermo, me duermo.” “¡No! Pues voy a optar por decirte lo que me imagino que pasó.
1) Lo hiciste pensar que fue idea de él, que él te estaba presionando a ti.
2) Pagaste tú, porque no eres tan malvada.
3) El pobre no se atrevía a mirar los espejos.
4) Lo tenía GRANDE, a pesar de su aspecto juvenil. Y por alguna extraña razón y probablemente como la mayoría de los jóvenes, termina con un profiláctico y toma otro nuevo sin sufrir agotamiento y sin desmotivarse.”
Karen me respondía a carcajadas: “Mentiras, Petarda”.





Con el tiempo me fui dando cuenta de que para Karen yo sólo era un juego para apostar. Me daba notas mediocres a pesar de que éramos amantes. Me ignoraba por completo en la cafetería del Centro de Estudiantes de la universidad. Se molestaba muchísimo cuando yo insistía en cargarle los paquetes hasta el carro. Sin embargo, después miraba hacia todos lados, me mandaba a entrar, me daba pon hasta mi casa y se despedía de mí con un beso apasionado (que traducido al español, debía decir: te deseo ahora mismo o dame lo mío ahora). Al poco tiempo me confesó que tenía su esposo y alguno que otro amante más. Mi indignación fue tal que quise terminar con ella, pero no pude porque su indiferencia era muy persuasiva. Me decepcionó tanto y me causó tanta ira que cambiara su número de teléfono y pretendiera comenzar a actuar como si nada hubiese pasado, que sentí pedirle el arma a mi mejor amigo para amenazarla cuando estuviera con algún otro cabrón el próximo viernes en nuestra barra. Así ella se convencería que éste no es ningún nene, sino un hombre de verdad.






El viernes anterior quise llevarla a salir, pero no a beber vino tinto, sino a comer. No es que quisiera darle un lugar privilegiado, sino que quería hablar con ella personalmente (sin alcohol envuelto, puesto que la pone ebria y se descontrola). “Karen, mi novia te está buscando, quiere confrontarte, pero lo dice como si lo que quisiera fuera matarte. Entiéndelo, no puedo seguir saliendo contigo… ni siquiera puedo seguir viéndote más.” “…” “Soy feliz con mi novia, estamos estables (y perdona la cacofonía). No encuentro la necesidad de dejarlo todo para volver a empezar un proceso parecidísimo con una mujer parecidísima (y perdona la repetición) a ella. It’s just not worth it.” “…” “¿Qué opinas?” “Como tú quieras. Que te vaya bien.” Y decidida, se removió la servilleta de encima de la falda, se puso de pie, recogió su cartera, y, sin mirar atrás, se fue. Yo no la seguí, por supuesto, eso era exactamente lo que quería: que se fuera. Aunque, ahora que lo pienso y conociéndola, creo que ella se habrá quedado con las ganas de que me levantara y fuera tras ella.





Las llamadas de Karen fueron menguando a medida que internalizaba que el hombre no quería saber de ella. Digamos que yo la ayudé un poco con mi cinismo (o maldad, quizás). “Karen:
a)Si un hombre te trata como mierda, es porque ésa es la percepción que tiene de ti.
b)Si un hombre entra en una relación clandestina contigo pese a que tiene novia y luego termina contigo por salvar su relación formal, es porque a quien quiere es a su novia y no a ti.
c) Y si no te ha vuelto a llamar en los pasados días, significa que nunca lo hará.”
“¡Uf! Como me duele la verdad… pero te lo agradezco, creo.”, me decía ella inhalando profundo y exhalando paulatinamente. “Además, no te imaginas las ganas que tengo de matarte. Un hombre tan bello, tan guapo, tan apuesto, tan intelectual, tan varonil, tan sensual, tan… como tu marido, y tú te empeñas en ser una ingrata. Ganas no me faltan de contarle todo un día de estos para que te endereces. Aunque solita (sin mi intervención) puede que caigas si no te sujetas pronto. Hermana, no hay nada oculto debajo de la tierra que un día no salga a la luz.”, le advertía yo con apatía (ya que me drenaba yo misma con esos consejos clichosos).






Esa noche, cuando le contesté la llamada, Karen gritaba con desesperación. Tanto que apenas podía entenderla. “¡¿Dónde estás, qué demontre te pasa?!”, le exclamaba preocupada. “¡Por fin, alguien contesta, coño! ¡Estoy guiando a 80 millas! ¡Te juro que me persiguen!”, lloraba Karen. “¡¿Quién, quién te persigue?!” “¡No sé, un carro negro con cristales ahumado! ¡Ayúdame!” “Pero, ¿no reconoces el auto?” “¡No, ayúdame! ¿Qué hago?” “Karen, cógelo con calma. Reduce la velocidad, para empezar. Esto es lo que vas a hacer: Llega cuanto antes al cuartel de la Policía más cercano.” “¿Cómo? ¡Ni siquiera sé dónde hay un cuartel!” “Pero no te bajes ni vayas a hacer una querella. Tan pronto veas que él lo sigue de largo, inmediatamente sal, pero dirígete a mi casa. Te voy a estar esperando con el portón de la marquesina abierto para que entres cuanto antes.” Cuando llegó a mi casa, tenía el pelo mojado de tanto que sudaba. Lloraba, le fallaba la respiración. “Karen, no es para tanto. A lo mejor ni siquiera te perseguía. Puede que hasta por pura casualidad se haya estado dirigiendo casi al mismo lugar que tú”. “No me equivoco, me perseguía, me estaba persiguiendo.”, decía temblando, sentada sobre el sofá.
La insté a darse un baño para relajarse, mientras yo le preparaba una sopa. Le presté un pijama. Me pidió un chocolate caliente y con gusto se lo hice también. Veíamos una película, pero al poco tiempo noté que se había quedado dormida. Así que comencé a hablarle al sub consciente de mi amiga (si es que esas teorías son ciertas). “Amiguita linda, eso que te perseguía no era nadie más que la conciencia. Si amiga querida, eso existe, se llama remordimiento. ¡Qué cosa, como te tiene tu propia mente! ¿Paranoia? No, ni tanto, mi cielo, tú no estás tan loca. Ay, amiguita. ¿Desde cuándo somos amigas? Y nunca te he había socorrido de una mala situación como lo hice hoy. Lo hice porque soy tu amiga, tu mejor amiga. ¿Sabes? Nunca te diría lo que estoy a punto de decirte ahora si no es porque estuvieras dormida. Karen, me temo que: 1) Jamás se te irá esa sensación de que te persiguen porque estás predispuesta a creer que te van a sorprender. 2) Algún día, en efecto, te sorprenderán o te saldrá muy mal alguna de tus jugadas. Por eso temo por tu vida, porque creo que morirás comoquiera. 3) Y tres, y tres, y tres… Nunca te van a publicar la Antología, nunca vas a ser una escritora reconocida, a menos que yo haga esto, y mueras.”
Karen abrió los ojos, como si me viniera escuchando desde hace mucho. Trató de zafarse de mí, pero yo estaba determinada a no dejarla ir. No sé cómo, pero de un brincó me salí del sofá sin dejarla caer a ella. Entonces me precipité hacia ella con euforia y adrenalina. La sostuve por el cuello, lo presioné, lo apreté, lo trituré, la empujaba hacia los cojines, puse el peso de mi cuerpo sobre su cuello. Ella pataleteaba, tiraba puños al aire, me trataba de empujar, decía que no con la cabeza, abría los ojos como tiburón enfurecido. Se ponía roja, lila, gris, amarilla, blanca… Le faltaba el aire, perdía resistencia y coraje. Se arruinó su expresión. Y entonces le prometí por la amistad que nos une: “Ahora sí serás una escritora famosa. Pero, ¡que tonta soy! No se me ocurrió preguntarte antes: ¿Dónde guardas tus escritos?

jueves, 23 de diciembre de 2010

La nueva Navidad


Siendo niña, el hecho de amanecer el Día de Reyes rodeada de regalos de todos los tamaños, formas y colores más que euforia, me causaba ansiedad. Me producía escalofríos el sólo pensar en el misterio de cómo tres hombres extraños irrumpían en mi cuarto para dejar regalos, mientras sus camellos se devoraban el pasto que mamá les dejaba. Después me enteré que no existían los Reyes Magos y que los que traspasaban mi cuarto para dejar los regalos eran mis papás, entonces me incomodaba pretender que no lo sabía y fingir gestos de sorpresa para complacerlos; pero peor me hacía sentir las fotografías que me tomaban mientras yo abría los regalos. Cuando cumplí los doce Papá se fue con una mujer más joven, según Mamá, y con él también se fueron los regalos. Hasta nos tuvimos que mudar a una casucha, y tuve que cambiar de escuela, a una libre de costo.
Mamá lo lamentó por más de un año, pero para hacerla sentir mejor yo le decía que así lo prefería: que los regalos también se fueran con niñas de menor edad, que ya yo era grande para eso; en cambio, mamá lloraba aún más. Y yo me iba dando cuenta de lo mucho que extrañaba recibir regalos en la Navidad.
No sé si se trató de un regalo divino por ocasión de mi decimoquinto cumpleaños –que había celebrado hacía unas semanas junto a mi madre con un pastelillo de guayaba y una vela cualquiera- pero la pasada Víspera de Reyes fue una mágica y difícil de olvidar. Sucedió que mientras Mamá rezaba y cantaba himnos en la Misa de los Reyes, a eso de la medianoche, irrumpieron en nuestra casucha tres hombres majestuosos y mágicos, elevados -como en pedestal- por la altura del lomo de sus potros. Al principio no supe de qué se trataban los ruidos, las voces y las sombras producidas. Acobardada, permanecí en el cuarto de Mamá, inmóvil, callada, arropada con las sábanas, conteniendo la respiración. Uno a uno, se fueron alineando en el estrecho pasillo de la casa y bajándose de sus caballos. Uno era blanco, alto y elegante. No lucía sus lujos como lo hacía Papá, sino que llevaba ropas, telas y joyas finas sin mucho cuidado. El otro era de tez bronceada y de ojos color miel, pero su mayor encanto no era la mirada, sino el olor hipnotizante que emanaba de su piel, ese aroma que impregnó cada rincón de la casa y se adhirió a mi piel por más que me arropé. El último era negro, fuerte y en exceso varonil. Llevaba menos ropa que los demás, mostrando gran parte de su musculatura. Su piel lucía dura y brillaba en la oscuridad como escarcha. Me confundió tanta grandeza y tanta gloria, pero sólo quería seguir mirándolos.
Sabían a quien buscaban. Me llamaban por mi nombre. El blanco se quejaba por no haberle dejado agua ni pasto a su yegua. El trigueño de sol insistía en tomar cada una de mis figuras, joyeros y marcos de foto en sus manos. Y el negro, que parecía ser el más flexible, buscaba debajo de la cama y encima del ropero. Cerré los ojos firmemente cuando presentí que me buscarían en el cuarto de Mamá –de dónde los observaba con tanto disimulo-. Cuando sentí el aroma hacerse más poderoso supe que uno de ellos estaba muy cerca de mí, y sentí mucho miedo; pero su respiración olía muy rico también, tanto así que enseguida dejé de experimentar temor. Fingía estar semidormida. El ruido de las telas, las ropas y las joyas que llevaba el otro alrededor del cuello y las muñecas se hacían más sonoros cada vez. Una vez de cerca, se tomó la libertad de acariciarme el pelo, la cara y las manos con las suyas, y sentí paz y tranquilidad. Sus manos eran suaves, blandas y sedosas, y se parecían a las de mi madre cuando no trabajaba. La presencia del negro fue la última que noté, pues no fue hasta que abrí los ojos y lo vi. Al mirarlo, comenzaba a lagrimear. El brillo reflejado en su piel era muy intenso para mis ojos, vagos ya por la oscuridad del cuarto. Este último me pareció hermoso y no encontraba como dejar de admirarlo. Reinaba el silencio. Yo me encontraba maravillada ante ellos, mientras tanto, ellos se miraban sonrientes. El del aliento dulce y delicioso fue el primero en hablarme.
-Hemos viajado a través de los siglos y recorrido distancias inimaginables con el único propósito de hallarte.
-Tenemos como encomienda otorgarte el regalo más preciado de todas las generaciones –dijo el de las manos de seda.
-¿Cuál es ese? –pregunté precipitadamente-. Nunca me han gustado del todo los regalos del Día de Reyes…
-Venimos a nombrarte la próxima Mesías. Todos nuestros dones te serán otorgados y con tu gracia, gloria y sencillez conquistarás el Cielo y la Tierra. Todo el que te conozca será alegrado y sanado de sus males, y el que te siga tendrá vida eterna –me dijo con convicción el más hermoso de ellos.
Ha pasado un año del milagro y realmente nada ha cambiado. Mamá sigue trabajando en exceso, sigo asistiendo a la misma escuela y seguimos viviendo en la misma casucha…
“¡Pero justo ahora, mientras escribo, noto algo extraño sucediéndome! Al teclear noto que mis manos brillan como escarcha… Las palpo y se sienten suaves como satín. ¡Pero, qué olor! Huelen a rosas húmedas de lluvia fresca… Y corro al espejo… ¡Mis senos se encuentran muy crecidos y firmes! Mis caderas se han ensanchado y mi cintura se ha contraído! ¡Mi piel, está firme y brillosa, como la de aquel Rey Mago precioso! Y mi pelo, huele a mirra y a incienso… ¡La profesía! ¡No! ¡No quiero morir crucificada! O quizás… no deba preocuparme. A lo mejor sólo sea el proceso del que Mamá tanto hablaba, algo de llegar a ser mujer… Ojalá…Ojalá. ¡No quiero morir crucificada! ¡Ni quiero ser mujer! Papá, ¿dónde estás?, ¿dónde están mis regalos?, ¿dónde está mi Navidad?”

sábado, 9 de octubre de 2010

A puerta cerrada


-¡Mauro! ¿De dónde carajo salió este gato sarnoso?
-No está sarnoso, papi, es que atropellé al pequeño con mi big wheel y lo dejé mal herido, entonces se quedó tirado en la acera y yo me lo traje para curarlo.
-Mira, puñeta, dame el jodío gato ese acá, que lo que vas a hacer es alargarle la agonía.
Lo recuerdo como ayer. Me llevé al pequeño lejos, donde papi no lo encontrara. Le estaba dando agua de una tetera cuando vi que se crecía una sombra frente a mí. Papi me tomó por la camisa, me elevó y me tiró contra la pared; tomó al gatito por la cabeza, lo restalló contra el piso y lo terminó de matar. Después me obligó a enterrarlo por mi cuenta en el patio trasero de nuestra casa.
-¡Mauro! ¿Qué carajo tú haces encerrado en el baño tanto rato? ¡Abre la puerta ahora!
-¡No puedo, papi, tengo mucho estreñimiento!
Y sucedió lo que me esperaba, papi rompió la puerta y presenció a su hijo aplicándose un enema. No puedo decir lo que pasó justamente después porque no lo recuerdo. Al parecer, mi cerebro no quiso guardarlo de recuerdo, posiblemente por lo traumático que fue el episodio. ¿Y cómo sé que fue traumático?, porque cada vez que trato de recordarlo me aborda un intenso deseo de llorar. A partir de entonces se me prohibió encerrarme tras las puertas. A la hora de bañarme, orinar, cambiarme, dormir, estudiar o… debía hacerlo con el riesgo y el temor de ser asaltado sorpresivamente.
-El galán que más me gusta es el malo –decía mi hermana, Leyla, mientras veíamos la novela.
-Pues el más que me gusta a mí es el bueno –le contestaba yo.
-Ay, ¡qué maricón! –se burlaba Leyla.
-Chica te estoy corriendo la máquina. Aprende a bromear.
-¡Deja que se lo diga a papi!
Por suerte, papi no se enteró porque Leyla se olvidó del comentario después. Ella siempre fue más madura de lo normal, adelantada a su edad, verdaderamente, una chica admirable.
-¡Mauro! ¿Qué carajo tú hacías metido en el cuarto con Jonathan? –me preguntó papi en el carro luego de dejar a Jonathan en su casa.
-¡Jugábamos Ouija, papi! Es el juego más tenebroso que he jugado en mi vida. Jonathan quiso llevar el suspenso al extremo y cerró las ventanas, apagó las luces y dejó una vela prendida… se me paran los pelos de sólo recordarlo.
-¡A partir del semestre que viene te voy a matricular en la escuela intermedia del pueblo!
-Pero, papi, ¿por qué? ¡Yo quiero graduarme con Jonathan, él es mi mejor amigo!
Papi perdió el control del volante y chocamos contra otro auto. No fue nada grave, pero a partir de entonces tuve que buscarme un trabajito porque papi hizo que costeara los gastos del accidente. Si bien nunca gasté en ropa ni en zapatos, me hice un religioso ahorrador. Todo lo que ganaba lo amontonaba en mi puerquito de ahorros para romperlo tan pronto cumpliera la mayoría de edad y hospedarme muy lejos. A veces me apenaba pensar que papi se quedaría solo con mi hermana, pero rápido me consolaba cuando notaba que Leyla se estaba haciendo mujer y que ya mismo estaría completamente capacitada para cuidar de él y para tranquilizarlo cuando le dieran esas loqueras que le dan a los veteranos.
“Leyla se parece mucho a tu mamá”, me decía papi todo el tiempo. Yo me emocionaba muchísimo cuando papi hablaba de mami porque se hacía tierno de pronto y mostraba una dulzura
extraña. Lo único que no me gustaba era que siempre terminaba hablando del accidente fatal que terminó separándolos.
Finalmente llegó el día en que pude romper mi puerquito de ahorros, recién había cumplido los dieciocho años. Me habían aceptado en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, en el Departamento de Biología. En total tenía unos seis mil dólares ahorrados y ya me encontraba haciendo las gestiones para alquilar un apartamento bueno. Contaba con suficiente dinero como para amueblar el apartamento que escogiera e invertir en una fina decoración. Luego de numerosas reprimendas, convencí a papi de que sólo sería un hospedaje y que algunos fines de semana hasta dormiría en su casa.
-Pero, coño, Mauro, me vas a hacer falta.
-Sobrevivirás, papi.
-Eso está por verse –me dijo chistosamente.
Pero Leyla quedó embarazada…
-Bendición, papi.
-Dios te bendiga, hija, te guarde, te proteja, cuide tu entrada y tu salida siempre.
-…
-¿Qué te pasa? Siempre te han gustado mis bendiciones papales.
-Estoy embarazada –le anunció con el rostro hundido entre los hombros y con voz grave.
-¿Qué? –gritó papi levantando la mano y dejándola suspendida.
-Por favor, no me golpees porque es un poco tarde para eso.
-¿Tú sabías esto, Mauro? –se volteó con la misma mano en el aire y me recriminó.
-¡No! –le dije enfáticamente.
-Perdón, papi, pero pienso tener el bebé y quedarme con él –dijo Leyla con determinación.
-Perfecto. ¡Pues vas a tener que criarlo lejos de aquí! ¡Mañana te quiero fuera de la casa! –sentenció papi con firmeza.
Esa noche ayudé a Leyla a empacar sus cosas y la llevé a casa de su novio.
-Sé que estarás bien con él. Estoy seguro que te quiere mucho –le dije mientras conducía.
-¿Cómo lo sabes? –me preguntó Leyla con curiosidad.
-Lo noto en su mirada y al hablar. Conozco muy bien a los hombres.
-¿Los conoces porque eres hombre?
Frené el carro innecesariamente, pero proseguí enseguida, ignorando su pregunta.
Fue extraño abrazar a Leyla frente a la casa de quien ahora sería su marido. Si mal no recuerdo, era la primera vez que nos abrazábamos con tanto sentimiento. Es más, nunca nadie me había abrazado con tanto ahínco. Leyla puso las manos alrededor de mi rostro, me acarició y me secó las lágrimas. Me besó en la frente y me dijo:
-Mauro, tengo la impresión de que todos somos unos farsantes…
-Terminaremos encarcelados, Leyla.
-Te equivocas.
-Leyla, entiéndelo. No puedo confesárselo a papi, así como tú, que le acabas de decir que va a ser abuelo.
-No olvides venir a visitarnos… solo o con algún amigo… no importa.
***
Papi no permitió que cancelara los planes de mudarme a Río Piedras y de comenzar mi primer semestre.
-Papi, es que todo ha ocurrido tan rápido. De pronto Leyla ya no va a estar ahí para cuidarte y yo no quiero dejarte solo.
-Mauro, por favor, no seas maricón. Te vas a mudar y vas a estudiar. Así aprenderás desde temprano a ser todo un hombre.
-Tendré un compañero de cuarto.
-¿Y? Eso de tener roommate es normal entre los universitarios. Además, ¿qué es lo peor que puede pasar?, que sorprendas a tu compañero con alguna chica en el sofá.
-¡No! –le dije asqueado.
-¿Y quién es? ¿Lo conoces ya?
-¡Por supuesto! ¿Te acuerdas de Jonathan?
-Ah, sí…
-Te voy a extrañar, papi.
-Y yo a ti, sabes que puedes contar conmigo para lo que sea.
Pasaron los meses y ya me estaba haciendo daño seguir ocultándole a papi la verdad. Me corroía el estómago, estaba perdiendo mucho peso y mi rostro se llenaba de sombras. El día de mi cumpleaños número diecinueve me llamó papi muy temprano para felicitarme. Tan pronto terminé la llamada, me bañé y me vestí rápidamente. Manejé hasta su casa con determinación. Toqué a la puerta y le anuncié que era yo.
-¡Qué gusto, Mauro! Precisamente, acababa de empacar tu regalo.
Cuando iba a comenzar a quitar todas las cerraduras que había colocado compulsivamente hace unos años, le rogué que se detuviera.
-Papi, necesito decirte algo, pero tiene que ser así: tras la puerta cerrada.
-No jodas.
-Sí papi, porque tengo valor, pero no tanto. Porque sólo a puerta cerrada he sido yo. Porque es necesario que entiendas que, aunque me prohibiste por años encerrarme, yo he vivido encerrado todos estos años, como en un clóset.
- ¿Qué diablos dices, Mauro?
-Papi, soy gay.
Esperé a que abriera la puerta y me recibiera con un puñetazo directo a la boca, o que abriera la puerta y me diera un abrazo muy fuerte. “Es probable que después de abrazarme me mande pa’l carajo”, pensé. Simplemente esperaba algo que correspondiera a su fogosa personalidad, alguna reacción que demostrara su agresividad. Pero, simplemente, se limitó a permanecer en silencio tras la puerta cerrada, sin dejarme escuchar movimiento alguno. No podía oír nada venir del otro lado, ni respiros de ira, ni siquiera sollozos. Se mantuvo silente. Por primera vez papi rompió el esquema… para bien o para mal. No lo sé.

martes, 3 de agosto de 2010

ARSINOE IV


Eran las ocho menos cuarto de la noche del domingo cuando Amalia se sentó frente a su computadora para comenzar a escribir. Debía entregar un ensayo argumentativo para la clase de Historia sobre alguna teoría adoptada del Incendio de la Biblioteca de Alejandría. Había tenido tres semanas para elaborar el escrito, inclusive, el profesor no reunió la clase en ese período de tiempo para que los alumnos sólo se enfocaran en el trabajo asignado. Amalia, por el contrario, se había dedicado a vacacionar con sus amigas.
Mientras disponía los programas necesarios para realizar la tarea, solamente pensaba en lo rápido que habían pasado los días. “Con suerte termino esto en menos de dos horas y me acuesto temprano”, pensaba. Después de varios segundos, cuando se notó ensimismada frente a una pantalla blanca y un cursor parpadeante y sin nada que escribir, le sorprendió el hecho de que no sabía nada del incendio de la biblioteca de aquella ciudad egipcia. “Pero qué atraso… tener que ponerme a investigar ahora.” Y abrió el programa de Internet para consultar la base de datos de Google.

Biblioteca de Alejandría
La destrucción de la Biblioteca de Alejandría es uno de los más grandes misterios de la civilización occidental. Se carece de testimonios precisos sobre sus aspectos más esenciales, y no se han encontrado las ruinas del Museo, siendo las del
Serapeo muy escasas. Puede no obstante afirmarse sin duda que la Gran Biblioteca fundada por los Ptolomeos no resultó afectada por la Guerra Alejandrina de 48 a. C., y probablemente ya había desaparecido en el momento de la invasión árabe, en que según algunas fuentes, el califa Omar ordenó la destrucción de millares de libros. Independientemente de las culpas de cristianos y musulmanes, el fin de la biblioteca debe situarse en un momento indeterminado del siglo III o del IV, quizá en 273, cuando el emperador Aureliano tomó y saqueó la ciudad, o cuando Diocleciano hizo lo propio en 297. La biblioteca-hija del Serapeo, sucesora de la Gran Biblioteca, fue expoliada, o al menos vaciada, en 391, cuando el emperador Teodosio el Grande ordenó la destrucción de los templos paganos de la ciudad de los Ptolomeos.


A Amalia le estaba empezando a preocupar que una enciclopedia virtual tan reconocida no proveyera una información más precisa o detallada del misterioso incendio. Aunque cuando se dio cuenta de que aquella página cibernética proveía un enlace para una de las teorías del incendio (a pesar de ser invalidada por la enciclopedia virtual de Wikipedia), enseguida fue a pulsarlo. Estaba decidida a leer sobre la Guerra Alejandrina de 48 a.C., encontrar en qué punto de esta historia se mencionaba la posible causa del incendio, adoptar la teoría (por más débil que fuera) y escribir el ensayo de una vez.
Ya eran las nueve menos cinco de la noche y Amalia estaba bastante desesperada. Había leído sobre Ptolomeo XII de Aulettes y sus seis hijos, entre los cuales estaban la famosísima Cleopatra y su hermano/marido Ptolomeo XIII; de las luchas entre Julio César y Pompeyo por el poder absoluto sobre Roma, de las estrategias políticas basadas en el poder de seducción que Cleopatra VII aplicó con Julio César y luego con Marco Antonio; de su hijo con César: Cesarión; de los otros tres hijos que tuvo con Marco Antonio, movida por los celos que sentía hacia su nueva esposa, Octavia; y todavía no encontraba los restos históricos de la Biblioteca de Alejandría.
A Amalia nunca le habían convencido las generosas descripciones del famoso personaje de la Reina del Nilo puesto que siempre le habían parecido excesivamente hollywoodense. No se creía mucho la belleza exuberante ni tan voluptuosa sensualidad con que se identifica tanto a la Faraona. De hecho, había recién leído que tanto la esposa de César como la de Marco Antonio eran mujeres más bellas y que el aspecto de Cleopatra VII, en cambio, era más ordinario que exótico. Leyó, incluso, que sus tres hermanas, quienes nunca gozaron de su fama, eran mujeres aun más hermosas.
“Ni que considerarse la Hija de la diosa Isis y hacerse adorar como toda una divinidad.”, pensaba burlonamente. Amalia había perdido el foco de su investigación preliminar y ahora indagaba sobre aspectos recónditos de la vida de Cleopatra VII. “Con que Cleopatra era una mujer excesivamente celosa… Ni que mandar a arrancarle el pelo de raíz a una de sus siervas cuando oyó a César alagarla respecto a su melena; ni que parirle tres hijos más a Marco Antonio. ¡Por puros celos! …quien ni siquiera tuvo piedad de su propia hermana, que no conformándose que fuera prisionera de guerra en otro país, la mandara a ejecutar desde millas de distancia. ¿Pero cómo es que una mujer tan repugnante logra perpetuar su nombre para siempre?”. Este hilo de pensamiento la dirigió a un nuevo rumbo, aún más lejos de su asignación: interesarse por aquella hermana exiliada de Cleopatra, de la cual nunca había leído ni oído hablar. “Pobrecita, apuesto a que era mucho más bonita, mejor educada y más inteligente que la Cleo y, por ser la menor, no alcanzó la misma fama.”
En este punto Amalia había olvidado por completo su asignación y se dedicaba a leer más y más sobre la hermana olvidada de Cleopatra VII: Arsinoe IV. La documentación disponible era poquísima en comparación con la de Cleopatra y le parecía a Amalia información superficial y de carácter más informal. Aunque encontró algunos escritos que parecían bastante confiables, la realidad es que eran algo cortos. Entre los resultados de la búsqueda encontró un blog llamado Acuario de la lengua. Era de una joven escritora apodada Aimée de los Ríos. En el mismo la aficionada escritora había publicado un cuento corto que llevaba el nombre de la princesa egipcia por título.



Arsinoe IV



Nadie lo hubiera imaginado, ni los oráculos que inmigraron del norte, ni siquiera los magos de la corte de Ptolomeo XII de Auletes, que varios de sus descendientes (incluyendo sus hijas) llegaran a ser enemigos de muerte. Desde su sagrada tumba, de donde todo lo vería, entre ofrendas y arena, se estremecería al presenciar que sus hijos violarían su voluntad y mancillarían el nombre de la dinastía de Lágida para siempre.
A diferencia de sus predecesores, que criaban sólo a sus hijos varones mientras que a las niñas las dejaban a merced de la instrucción de sus concubinas, Ptolomeo XII vivía para sus cuatro hijas: Berenice IV, Cleopatra VI, Cleopatra VII y Arsinoe IV, quizá para compensar el haberle negado el conocimiento de quién de todas las mujeres del palacio eran sus verdaderas madres. Al principio Ptolomeo lo quiso así para que las niñas pudieran identificarse con todas sus mujeres por igual, menos con las siervas; pero su plan un día comenzó a quebrantarse. Cierto día el copero del rey, quien fue amante de una de las madres de las niñas, quiso acercarse a quien sabía que era su hija: Cleopatra VI.
-¡Hija, hija! Tú eres mi hija y yo soy tu padre. Tu madre fue ejecutada hace un tiempo por insubordinación, pero todavía te quedo yo –le decía susurrando, mirando hacia todos lados, temeroso de que lo vieran dirigiéndole la palabra a alguna de las princesas del palacio.
- ¡Maldito sea cien veces, atrevido e impostor! ¿Cómo se atreve dirigirse a mí, cuando le es terminantemente prohibido?
- Por favor, baja la voz. ¡Es la verdad! No lo puedo callar más, aunque no cambie nada, me urge que sepa la verdad.
Su sentencia fue la muerte. Se le negó una sepultura con su nombre grabado al verdadero padre de la mayor de las Cleopatras. Su cuerpo fue incinerado; y las cenizas, echadas al río.
Aunque esa no era la primera vez que Ptolomeo se veía forzado a tomar acción para guardar el secreto de la maternidad de sus niñas. Hacía algunos años se vio forzado a vender a la madre de Cleopatra VII, la más hermosa de sus siervas y la más querida, a unos traficantes de esclavos extranjeros, después de soñar que la criada tocaba a su puerta por las noches para pedirle que la dejara estar cerca de su hija. El interpretador de sueños del rey le advirtió que esto era una señal de los dioses, que le anticipaban que “pronto la desesperación la llevaría a secuestrar a su hija y escapar muy lejos con ella.” Se atrevió a recomendarle que la acusara de traición y la encarcelara. Muy dolido y angustiado, Ptolomeo prefirió deshacerse de su amada antes de castigarla injustamente.
Sin embargo, de todas las decisiones y medidas tomadas en su vida, Ptolomeo estaba convencido de que la más imperdonable era haber abandonado a la hija bastarda de la mayor, Berenice IV, en un templo muy remoto, que dejó a la suerte de un sacerdote conocido por su fama de perverso. Ahora Berenice IV no sólo tenía a su madre muy lejos (que dejándolo todo, había huido del palacio y se había refugiado en una aldea de hebreos) sino que tampoco tendría cerca a su cría.
Para los habitantes del palacio realmente no existía tal cosa como el anonimato maternal de las niñas, pues cuando habían quedado preñadas, las mujeres habían sido acuarteladas y reaparecido a los varios meses. Quienes único no tenían ese conocimiento eran las niñas; las pobres debían conformarse con ver en todas las féminas a su “posible madre”. De todos modos, a este asunto no se le prestaba tanta atención y menos cuando, ya pasados los años, ninguna vivía allí. Ninguna, con la excepción de la madre de Arsinoe IV. Su madre era la más hermosa, tierna y dócil de las concubinas y, por tanto, la más querida del rey. Desde muy joven era la más cálida en los amores. La comodidad y la serenidad que sentía Ptolomeo cuando dormía con ella le proporcionaban más amor por ella que por las demás. Y fue la más privilegiada, hasta el día en que tuvo el atrevimiento de sugerirle que casara a Arsinoe IV con el mayor de sus varones para que reinaran juntos cuando él faltara.
-¿Cómo se te ocurre cuando sabes que Arsinoe es la menor y a quién menos le corresponde? –preguntó Ptolomeo XII, enfadado.
-¿Y a quién vas a casar con el pequeño Ptolomeo?
-Por ley le corresponde a Berenice, pero Berenice se destituyó ella sola cuando se deshonró. Cleopatra VI le cedió el trono a Cleopatra VII porque no quiere casarse con su hermano ni reinar. Prefiere dedicarse al sacerdocio, quiere rendir su vida al servicio de la diosa gata Bastet.
-Pero no se trata de la voluntad de ninguno de sus hijos sino de la suya, mi señor.
-¡Por mis hijas yo doy la vida! –recalcó encolerizado-. Además, La diosa gata Bastet es la madre de mis ancestros y es un privilegio que la carne de mi carne le devuelva sus favores -afirmaba Ptolomeo, ignorando que Cleopatra VI realmente no era hija suya-. Y su voluntad es mi voluntad. Por tanto, Cleopatra VII será la Reina de Egipto con Ptolomeo XIII.
-Pero piensa en la diferencia de edad entre ellos, ella es mucho mayor que él. ¿No crees que llegarían a ser buenos esposos Arsinoe y él?
-Arsinoe es la menor, pero por mis ancestros, divinos dioses, que ella tendrá lo suyo también. Puede gobernar una de las ciudades algún día.
-¡Pero Cleopatra VII es una hija de sierva! –se atrevió a gritarle-. ¡Es hija de una esclava!
Ptolomeo le proporcionó una paliza a la mujer y la dejó tirada sobre un mueble de mimbre, sollozando temblorosa.
-¿Cómo sabes eso? –le preguntó; y al no recibir respuesta, se marchó.
A partir de ese día Ptolomeo sólo desconfió de ella, tanto así que más nunca volvió a requerirla.
Al poco tiempo la mujer se enfermó por causa del contagio de una plaga y quiso decirle a su hija la verdad con un mensajero del rey. No conformándose con eso, también le mandó a decir que luchase por el trono por razón de ser la más digna de entre todas las hermanas, y que no permitiera que reinara Cleopatra VII, quien tan sólo es hija una sierva.
-De seguro la señora está delirando por causa de la fiebre porque, aunque fuera cierto lo que dice y fuese mi madre, dice incoherencias puesto que el trono le corresponde a Berenice o a Cleopatra VI.
Arsinoe no volvió a saber nada de aquella mujer, pero por el resto de sus días deseo verse a sí misma en sus ojos para confirmar si en efecto era su progenitora. Vivía arrepentida de no haberle pedido a aquel mensajero que la llevara hasta donde ella, ahora ni siquiera se acordaba de la cara del joven que le había dado el recado. Recibir aquel mensaje ciertamente representó el fin de una bonita era, la muerte de una princesa feliz, pero marcó el principio de una guerrera, de una revolucionaria legendaria, la más fervorosa rival de la dictadura de Cleopatra VII y de sus amantes extranjeros.



Amalia luchaba contra el sueño porque la historia le era muy fascinante, pero tuvo que cerrar los ojos por un momento porque la vista le comenzaba a fallar. Cuando los volvió a abrir se asustó por no saber en dónde se encontraba ahora. Sólo podía divisar en medio de penumbras cuatro paredes y una puerta de piedra. Palpó el suelo y notó que era de arena, nunca había estado tendida en un suelo arenoso. Entonces supo que estaba sola en un calabozo, en algún sitio lejos de su hogar, porque las prisiones de su palacio normalmente estaban iluminadas por grandes antorchas que revelaban dibujos e insignias y ésta no sólo estaba despoblada sino a oscuras.
Después de muchas horas dNegritae oscuridad, miedo y hambre un hombre con uniforme de soldado romano abrió la puerta, la tomó del brazo con cuidado y se la llevó como prisionera. “¿A dónde me lleva?, señor.”, le preguntó, pero el soldado hablaba en otra lengua que no lograba interpretar.
Amalia desconocía que la llevaban al matadero, donde ejecutaban a prisioneros de guerra, traidores y criminales frente a la Plaza del Mercado. Ya no lucía como una adolescente, sino que aún en aquel estado, iluminaba a la multitud con una belleza completa y perfectamente desarrollada.
Amalia no estaba enterada de que ella era Arsinoe IV. Ignoraba el haberse confabulado con los Asesores de la Reina Cleopatra, haber protagonizado un golpe de estado y logrado destituirla. No recordaba haber reinado por unas semanas. No recordaba que tuvo que exiliarse en Alejandría para evitar que Cleopatra la asesinara, como mismo asesinó a su hermano Ptolomeo XIII cuando regresó más fuerte y acompañada de extranjeros del norte de mucho poder. Sólo sabía que era una prisionera de guerra, porque pudo reconocer entre los cautivos personas que hablaban su lengua. Era la próxima en ser ejecutada, estaba temblorosa pero mantenía su aire de princesa y guerrera. Miraba hacia todos lados y en su mente se despedía de este mundo. El choque del filo sobre su cuello despertó a Amalia bruscamente y enseguida se dio cuenta de que se había quedado dormida frente a su computadora cuando leía el cuento de Arsinoe IV. Inmediatamente cerró la ventanilla y vio que aún tenía un cursor parpadeante y una pantalla en blanco frente a sí. Notó la luz del día, y al fijarse en el reloj vio que era la hora de la clase. Entonces, sólo deseó haber sido ejecutada.

jueves, 29 de julio de 2010

Declaración de propósitos


Todo aquel que crea un Web Log para auto publicar, promoverse o compartir sus ideas carece de quehaceres, es en extremo egocéntrico y es muy solitario. Sin embargo, tras este método alterno de perder el tiempo y sobrevivir, se nutre la co existencia. Aprovecho los adelantos tecnológicos de los tiempos que nos ha tocado vivir para compartir cuentos cortos que he escrito con el único fin de entretener. Todo relato es ficticio, puras mentiras, incluyendo mi nombre. Lo único que tiene de cierto este espacio dedicado al arte de contar historias, es que todas las he escrito yo.

Pero mis cinco segundos de fama han de pasar, y mi ego desde este punto se carcomerá, porque la verdadera protagonista de este espacio cerrado que he nombrado "Acuario" es la lengua. El lenguaje (en este caso el español) es la principal y única herramienta del escritor para crear literatura. Su buen o mal uso determinarán la estética o la pobre calidad literaria. Sin ella no existe el arte de contar.

No todos mis cuentos son ingeniosos, pero sí han sido narrados con mucha precaución y conciencia. He tenido maestros excepcionales (escritores como Luis López Nieves, Elidio La Torre, Angela López Borrero, Emilio del Carril y Alberto Martínez Márquez) que me han dicho que lo que escribí no sirve y en otras ocasiones me han dicho que está muy bueno. Debo admitir que me gusta escribir más de lo que me gusta leer, pero me he propuesto leer más, es la única forma en que puedo escribir mejor. Por eso, les soy honesta, ningún escrito será reciente por el momento. En fin, la calidad de mis cuentos sigue en tela de juicio, y me disculpan por el cliché, pero están aquí como ofrenda grata a la diosa Todopoderosa, Lengua, para mantener vivo mi ego decadente, para entretenerle y hacer más llevadera la co existencia humana. Hasta pronto. -Aimée.