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Nació el 6 de mayo de 1985 en Queens, NY. Desde los seis años vive en Puerto Rico. Estudió y se graduó de la Academia Discípulos de Cristo de Bayamón. Obtuvo su grado de Bachillerato en Comunicación con especialidad en Periodismo en la Universidad del Sagrado Corazón en Santurce. Su práctica periodística fue en el periódico El Nuevo Día. Poco después laboró en el Senado de Puerto Rico como Oficial de Prensa, de dónde renunció misteriosamente. En el 2009 decidió posponer su carrera periodística para ser escritora. Actualmente es estudiante de Maestría en Creación Literaria con especialidad en Narrativa (cuento y novela) en la misma institución universitaria. En el presente realiza la tesis creativa, que consta en la creación de una obra literaria.

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jueves, 23 de diciembre de 2010

La nueva Navidad


Siendo niña, el hecho de amanecer el Día de Reyes rodeada de regalos de todos los tamaños, formas y colores más que euforia, me causaba ansiedad. Me producía escalofríos el sólo pensar en el misterio de cómo tres hombres extraños irrumpían en mi cuarto para dejar regalos, mientras sus camellos se devoraban el pasto que mamá les dejaba. Después me enteré que no existían los Reyes Magos y que los que traspasaban mi cuarto para dejar los regalos eran mis papás, entonces me incomodaba pretender que no lo sabía y fingir gestos de sorpresa para complacerlos; pero peor me hacía sentir las fotografías que me tomaban mientras yo abría los regalos. Cuando cumplí los doce Papá se fue con una mujer más joven, según Mamá, y con él también se fueron los regalos. Hasta nos tuvimos que mudar a una casucha, y tuve que cambiar de escuela, a una libre de costo.
Mamá lo lamentó por más de un año, pero para hacerla sentir mejor yo le decía que así lo prefería: que los regalos también se fueran con niñas de menor edad, que ya yo era grande para eso; en cambio, mamá lloraba aún más. Y yo me iba dando cuenta de lo mucho que extrañaba recibir regalos en la Navidad.
No sé si se trató de un regalo divino por ocasión de mi decimoquinto cumpleaños –que había celebrado hacía unas semanas junto a mi madre con un pastelillo de guayaba y una vela cualquiera- pero la pasada Víspera de Reyes fue una mágica y difícil de olvidar. Sucedió que mientras Mamá rezaba y cantaba himnos en la Misa de los Reyes, a eso de la medianoche, irrumpieron en nuestra casucha tres hombres majestuosos y mágicos, elevados -como en pedestal- por la altura del lomo de sus potros. Al principio no supe de qué se trataban los ruidos, las voces y las sombras producidas. Acobardada, permanecí en el cuarto de Mamá, inmóvil, callada, arropada con las sábanas, conteniendo la respiración. Uno a uno, se fueron alineando en el estrecho pasillo de la casa y bajándose de sus caballos. Uno era blanco, alto y elegante. No lucía sus lujos como lo hacía Papá, sino que llevaba ropas, telas y joyas finas sin mucho cuidado. El otro era de tez bronceada y de ojos color miel, pero su mayor encanto no era la mirada, sino el olor hipnotizante que emanaba de su piel, ese aroma que impregnó cada rincón de la casa y se adhirió a mi piel por más que me arropé. El último era negro, fuerte y en exceso varonil. Llevaba menos ropa que los demás, mostrando gran parte de su musculatura. Su piel lucía dura y brillaba en la oscuridad como escarcha. Me confundió tanta grandeza y tanta gloria, pero sólo quería seguir mirándolos.
Sabían a quien buscaban. Me llamaban por mi nombre. El blanco se quejaba por no haberle dejado agua ni pasto a su yegua. El trigueño de sol insistía en tomar cada una de mis figuras, joyeros y marcos de foto en sus manos. Y el negro, que parecía ser el más flexible, buscaba debajo de la cama y encima del ropero. Cerré los ojos firmemente cuando presentí que me buscarían en el cuarto de Mamá –de dónde los observaba con tanto disimulo-. Cuando sentí el aroma hacerse más poderoso supe que uno de ellos estaba muy cerca de mí, y sentí mucho miedo; pero su respiración olía muy rico también, tanto así que enseguida dejé de experimentar temor. Fingía estar semidormida. El ruido de las telas, las ropas y las joyas que llevaba el otro alrededor del cuello y las muñecas se hacían más sonoros cada vez. Una vez de cerca, se tomó la libertad de acariciarme el pelo, la cara y las manos con las suyas, y sentí paz y tranquilidad. Sus manos eran suaves, blandas y sedosas, y se parecían a las de mi madre cuando no trabajaba. La presencia del negro fue la última que noté, pues no fue hasta que abrí los ojos y lo vi. Al mirarlo, comenzaba a lagrimear. El brillo reflejado en su piel era muy intenso para mis ojos, vagos ya por la oscuridad del cuarto. Este último me pareció hermoso y no encontraba como dejar de admirarlo. Reinaba el silencio. Yo me encontraba maravillada ante ellos, mientras tanto, ellos se miraban sonrientes. El del aliento dulce y delicioso fue el primero en hablarme.
-Hemos viajado a través de los siglos y recorrido distancias inimaginables con el único propósito de hallarte.
-Tenemos como encomienda otorgarte el regalo más preciado de todas las generaciones –dijo el de las manos de seda.
-¿Cuál es ese? –pregunté precipitadamente-. Nunca me han gustado del todo los regalos del Día de Reyes…
-Venimos a nombrarte la próxima Mesías. Todos nuestros dones te serán otorgados y con tu gracia, gloria y sencillez conquistarás el Cielo y la Tierra. Todo el que te conozca será alegrado y sanado de sus males, y el que te siga tendrá vida eterna –me dijo con convicción el más hermoso de ellos.
Ha pasado un año del milagro y realmente nada ha cambiado. Mamá sigue trabajando en exceso, sigo asistiendo a la misma escuela y seguimos viviendo en la misma casucha…
“¡Pero justo ahora, mientras escribo, noto algo extraño sucediéndome! Al teclear noto que mis manos brillan como escarcha… Las palpo y se sienten suaves como satín. ¡Pero, qué olor! Huelen a rosas húmedas de lluvia fresca… Y corro al espejo… ¡Mis senos se encuentran muy crecidos y firmes! Mis caderas se han ensanchado y mi cintura se ha contraído! ¡Mi piel, está firme y brillosa, como la de aquel Rey Mago precioso! Y mi pelo, huele a mirra y a incienso… ¡La profesía! ¡No! ¡No quiero morir crucificada! O quizás… no deba preocuparme. A lo mejor sólo sea el proceso del que Mamá tanto hablaba, algo de llegar a ser mujer… Ojalá…Ojalá. ¡No quiero morir crucificada! ¡Ni quiero ser mujer! Papá, ¿dónde estás?, ¿dónde están mis regalos?, ¿dónde está mi Navidad?”